103 días sin ellos……y cuántos más
Ahora que todo el mundo se ha relajado con el coronavirus en nuestro país, aunque tengamos el mapa lleno de rebrotes, miro hacia los meses pasados y tengo la misma sensación que otros, que ha pasado una eternidad desde febrero. Han sido unos meses que han transcurrido lentamente, pero al mismo tiempo, es como si el reloj se hubiera acelerado y hubiera envejecido 100 años. Es un sentimiento extraño mezcla de tristeza, esperanza, soledad e impotencia.
Cuando cerraron Lombardía, momento en el que en España se afirmaba que sólo iban a haber algunos casos aislados y que se trataba de un «catarrillo», decidí junto con mi marido que él se marchara con mis hijos de uno y tres años lejos, a la casa del pueblo donde vive su madre, un lugar aislado, porque no podíamos permitirnos el lujo de contagiarme y que yo lo contagiara a él y a los niños, ya que, si eso sucedía, no tendríamos a nadie que cuidara a nuestros hijos. Y así hicimos, días antes de que nuestro país despertara y se bloqueara todo. No había que ser muy listo para mirar al extranjero y adivinar lo que iba a pasar. Yo en Madrid, sola, y ellos lejos, con el pensamiento constante de la incertidumbre y la angustia que supone no saber si vas a volver a verlos. Me gusta mi trabajo, adoro esta profesión, y esta extraña sensación de obligación con el resto de seres humanos que nos posee a los que son como yo, hizo que en esta decisión tan difícil se inclinara hacia la balanza hacia este singular compromiso de permanecer en el hospital en lugar de irme con ellos. Una insólita decisión que sólo pueden entender los que son de esta rara especie médica a la que pertenezco. Durante estos meses, en mi trabajo salí ampliamente de mi zona de confort de cirujana (que es la cirugía), y junto con otros atendimos pacientes con la covid, apoyamos a los equipos de medicina interna o de neumología en el pase de planta, llamamos a familiares diariamente, llamamos a pacientes, pronamos y supinamos, apoyamos a anestesistas en reanimaciones, atendimos residencias medicalizadas (cirujanizadas en nuestro caso), operamos pacientes, contagiados y no contagiados y por supuesto, todos pasamos un miedo aterrador al contagio, pero no por ello dejamos de hacer más de lo que es nuestra obligación, y siempre con una sonrisa. Y así durante un día tras otro, con la recompensa de una ducha desinfectante, soledad, tristeza e insomnio al llegar a casa. Mientras, en estos meses, mi hijo pequeño ha aprendido a andar, le han salido muchos dientes, ha aprendido a dar besos y está obsesionado mirando detrás de la tablet cada vez que le llamo porque quiere ver si estoy escondida detrás. Mi hijo mayor, de tres años, algunas veces llora cuando le llamo, porque quiere que lo coja, e insiste en decirme que al bicho ese lo mate otro y que yo me vaya con él. Así han sido mis meses perdidos. Hace algunas semanas fui a verlos por primera vez después de 103 días. 103 días que no volverán. Pero durante ese fin de semana vi que mis hijos se acordaban de mi (ese era uno de mis temores con el más pequeño) y del que nunca olvidaré la cara de asombro de mi hijo mayor al verme aparecer por la puerta, con unos ojos de alegría infinita que se me clavaron en el alma para siempre. Y después de eso, siguen allí, porque todavía no me atrevo a que vuelvan por los mismos motivos por los que decidí aislarme de ellos.
Ahora, cuando veo que mucha gente es demasiado «guay» como para ponerse la mascarilla, como para respetar distancias de seguridad, personas que te responden envalentonados cuando les pides por favor que se pongan la mascarilla alegando que tiene derecho a respirar sin ella, te preguntas para qué ha servido todo esto. Para qué sirve que ahora sigamos arrimando el codo para volver a disminuir las listas de espera. Para qué este esfuerzo, cuando a todo el mundo parece darle igual, menos a mis hijos y a mi marido, que siguen estando lejos, y a los hijos de todos mis compañeros (médicos, enfermeras, auxiliares…), que tampoco han importado a nadie pero que han sido los abandonados en todo este proceso. Sé que esto que escribo hoy ya no tiene interés para la mayoría, que piensa que todo ha pasado. Pero, igual que sabía lo que estaba llegando cuando cerraron Lombardía, sé que todavía nos queda mucho que pasar. Ojalá me equivoque. Pero esta vez, después de todo el olvido, de la valentía absurda de los «guays», de los que «pasan» del virus, tengo claro hacia que lado se va a inclinar mi balanza. En cualquier caso, escribo esto para mi, para que no se me olviden nunca aquellos que han estado enfermos, aquellos que han superado la enfermedad, pacientes y compañeros, aquellos que se han quedado por el camino, y lo que viví estos meses; pero, sobre todo, lo escribo para que mis hijos entiendan, en el futuro, por qué su madre los abandonó durante meses para cuidar a otros. Para que me perdonen por ello.